Crónicas de mi tierra: Los gritos del silencio.



El ama de casa, que hacía pocos años había perdido a su marido, con sus ahorros adquirió algunos artículos para montar una pequeña bodega que atendía desde una ventana. De esa manera ayudaba a su hija, una chica joven y madre soltera, a mantener a sus dos niños en edades escolares.

Pero ya no vendía nada, tuvo que cerrar su improvisada tienda y consumirse toda la mercancía. “La gente no tiene efectivo para comprar”, decía resignada, “ni tengo punto de venta para que usen sus tarjetas”.

Ahora, para distraerse, barre las hojas de la entrada con una escoba vieja y carcomida. Su piel se marchita notándose cada vez más arrugada y adherida a sus huesos, y sus nietos siempre revolotean a su alrededor, jugando entre ellos a las carreras. En su urbanización los servicios colapsaron, la luz la racionan por más de doce horas al día y el agua no llega desde hace semanas. Las clases en el colegio terminaron antes de tiempo, pues no quedaban maestros que atendieran las materias. Se marcharon lejos, al igual que su hija, a buscar fortuna en otras tierras. Minutos antes había podido hablar con ella a través del teléfono de un vecino, porque el suyo no funcionaba por culpa del robo de los cables de comunicación meses atrás. “Hay problemas con el envío de dinero”, le informó la chica, “el banco bloqueó la transferencia. Ya veré cómo te la hago llegar”.

Y ella esperaba. Pasaban los días y la mujer no podía hacer otra cosa que balancearse con suavidad en su mecedora, viendo a la desdicha pasar con cara de burla frente a su ventana, que ahora se asemejaba a la alambrada de algún campo de concentración. “No te desanimes, el cambio está cerca”, aseguraban unos; “Estamos luchando por proteger la seguridad del pueblo”, garantizaban otros.

Lo cierto es que el tiempo continuaba su marcha y nada a su alrededor se resolvía. Los viejos enfermaban sin encontrar medicinas, agolpándose en las puertas de los hospitales donde no podían recibirlos por falta de insumos. Los adultos hurgaban en la basura, encontrando cada vez menos sustento, compitiendo con los perros y gatos que antes habían sido las mascotas consentidas de sus dueños y ahora vagaban solitarias. Y los jóvenes que se atrevían a rebelarse, morían acribillados en las calles, luego de ser perseguidos como si fueran ratones dentro de una panadería; o desaparecían en el interior de las “tumbas” donde los torturaban sin compasión, sufriendo mutilaciones y vejaciones, hasta que lograban arrancarles el último aliento de valentía, dejando en su lugar, temores. Los que podían huían lejos, llevándose consigo cualquier vestigio de esperanza. 

¿Y los niños? ¿Quién se acordaba de ellos? Quedaban solos y entristecidos ocultos en alguna madriguera. Nadie hablaba de su situación, pues estaba prohibido, habían sido transformados en fantasmas legendarios que recorrían los desolados caminos pateando piedras y agitando el polvo.

¿Quién lloraría por ellos? Ni la tierra que una vez pisaron. El intenso amarillo de sus riquezas fue saqueado, llevado a otros parajes, para pagar con ellos el alto costo de la humillación. Y el azul de su infinito cielo se cubrió de eternas nubes grises, de una lluvia que nunca caería y que se llevaría, con la ayuda del viento, la semilla de los cultivos hasta convertirla en un antiguo recuerdo.

El rojo de toda la sangre derramada fue adsorbido por la tierra erosionada. Quizás, dentro de miles de años, aquello se volvería petróleo. Eso podría atraer a otros colonizadores, quienes explotarían esa nueva riqueza trayendo consigo el regalo de una pujante civilización, que tal vez, fuera más humana.




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