Capítulo 1.
El
bus no pudo esquivar un hueco en la carretera, eso provocó que el vehículo se
sacudiera de forma brusca. Julie despertó al darse un golpe en la sien contra
el vidrio de la ventanilla y dejó caer al suelo el libro de Neal Shusterman que
había tenido sobre el regazo.
—Maldita
sea —masculló y se frotó la parte de la cabeza donde se había lastimado.
Un
pensamiento negativo palpitó en su mente: «ahí tienes tu castigo, idiota, por
pensar en una venganza cuando fuiste tú la del error».
Su
madre una vez le había dicho que tomar represalias contra las personas que te
habían lastimado era de cobardes, pero ella sentía tanta ira en el cuerpo que lo
único en que pensaba era en tomar venganza por su propia mano. Imaginaba entrar
en el instituto donde días atrás había estudiado, vestida con una túnica negra
con capucha y con una guadaña en la mano, dispuesta a cortarle la cabeza a todo
el que se atravesara en su camino.
—Tengo
que dejar de leer este libro —masculló al rescatar el texto y dejarlo de nuevo
en su regazo mientras admiraba con desolación el paisaje que se mostraba por la
ventana.
El
nudo que tenía atorado en el estómago le dolía más que el golpe recibido en la
cabeza. Llevaba muchas horas de viaje desde Nueva Jersey y ya habían dejado
atrás el río Mississippi para adentrarse en los bosques tupidos del norte de
Luisiana, donde el verdor de una naturaleza amurallada de árboles sombríos se recortaba
para mostrar la inmensidad de los campos plantados. Pocos animales se divisaban
pastando en la lejanía y unas silenciosas vías de tren acompañaban su curso.
Nunca llegó a ver los vagones que transportaba los troncos arrancados de los
bosques hacia las fábricas madereras próximas a los poblados, pero sabía que
algunos tramos aún estaban en uso.
En
medio de esa nada el pueblo de Rayville le daba la bienvenida con un escueto
cartel cuyas láminas de acero mostraban una franja de óxido en el borde
inferior, sin afectar los datos de la leyenda: Parroquia de Richland – Luisiana,
superficie total 8.06 km², población 5.695 habitantes, censo 2010.
—Pueblo
pequeño, infierno grande —reflexionó y recostó de nuevo la cabeza en la
ventanilla y cerró los ojos.
El
bus se sacudió al atravesar el puente de hierro que daba acceso al poblado, pero,
esta vez, no fue tan violento, así que Julie pudo dormitar un rato más perdiéndose
las bellezas del río de aguas bañadas por los rayos del sol que antecedía a la
hilera de casas, hasta que se detuvieron junto a la plaza y la agitación de los
pasajeros la obligó a despertar.
Con
el ceño apretado oteó el paisaje por el cristal mientras se estiraba. Apreció
la arquitectura de los edificios de poca altura, con fachadas antiguas aunque
en excelentes estado de conservación, que rodeaban el moderno edificio de la
Alcaldía. La planta baja de todos ellos albergaba infinidad de negocios que se
veían muy bien surtidos, como las tiendas de artículos para la pesca, que era una
de las principales actividades económicas de Rayville. Su madre le había dicho,
para animarla, que aquel pueblo estaba rodeado por ríos caudalosos donde habitaba
una abundante variedad de peces y poseía zonas naturales de gran belleza, donde
podía aprender a pescar, pero ella no había ido a ese lugar a vacacionar, sino para
esconderse de sus culpas, para ocultarse de los dedos que la señalaban y de las
risas crueles.
Sin
embargo, la apariencia innovadora y bien cuidada de aquel poblado, con turistas
que paseaban por sus calles y se confundían con los nativos, quienes no
resultaron ser los pueblerinos ignorantes que ella esperaba, chocaba con sus
deseos de que Rayville fuera un campo solitario rodeado de monte alto que le
permitiera no ser vista.
—Niña,
quédese cerca de mí —ordenó con severidad el chofer antes de descender.
Ella
puso los ojos en blanco. Por ser menor de edad debía viajar bajo la supervisión
de un adulto para ir de un estado a otro, en este caso, el chofer. Sus
diecisiete años no le concedían la independencia que anhelaba. Esperó a que la
mayoría de las personas salieran y luego se colgó la mochila en un hombro y
tomó su libro con una mano. Afuera fue recibida por una fresca brisa de inicios
de febrero.
Una
pequeña concentración de pasajeros y familiares se aglomeró en las cercanías y
apretó abrazos entre sí haciendo sonar besos y palabras emotivas gracias al
reencuentro. Ella se sintió abandonada, encogida en su soledad, hasta que un
grito infantil resonó a su espalda.
—¡Julie!
¡Julie!
Giró
el rostro al escuchar su nombre y empujó una media sonrisa al ver correr hacia
ella a Terry, el hijo de seis años de su tía Margot. Tras el chico venía William
Bonfield, el padre.
—Hola.
Qué grande estás —dijo al niño y lo envolvió en un abrazo cuando este se lanzó
sobre ella y se enroscó en su cintura.
—Comí
helado mientras te esperaba —confesó Terry, sonriente.
Sus
ojos verdes, iguales a los de ella, brillaron con picardía.
—¿Y
estaba rico?
—¡Mucho!
—exclamó y dio un salto.
En
esa ocasión, Julie no pudo evitar sonreír con mayor amplitud. La alegría del
niño le era contagiosa.
—Al
fin estás con nosotros —saludó William y la miró a través de sus gruesas gafas.
Se inclinó para darle un beso en la mejilla y detalló la visible delgadez de la
chica y su rostro falto de expresiones risueñas.
—Sí,
el viaje fue largo —dijo y bajó la cara para evitar el fisgoneo del hombre,
sentía que la evaluaba como un padre lo hacía con su hijo descarriado—. ¿Y tía
Margot? —preguntó al darse cuenta de que la mujer no estaba cerca.
No
era que deseara tenerla a su lado, pero le extraño no toparse con su eterna postura
de brazos cruzados y su semblante reprobatorio.
—En
casa, esperándonos —respondió William con desgana.
—¡Vamos
a comprar helado para el postre! —propuso Terry algo ansioso.
—Acabas
de comerte un cono de chocolate y avellanas. Tu madre me va a retar por haberte
dado helado antes de comer —se quejó el padre.
—Entonces,
budín de manzana —suplicó el chico y puso ojos de cachorro triste.
—Para
ti es suficiente azúcar por hoy —sentenció William para dar por terminada
aquella conversación.
El
niño intentó rogar, pero al ver que su padre lo ignoraba para presentar al
chofer sus credenciales y lograr llevarse a Julie e ir en busca del equipaje de
la chica, cesó en su empeño.
Luego
de culminar el trámite legal, el hombre se dirigió con los chicos a su auto
aparcado a media calle de distancia. Mientras avanzaban volvió a evaluar a la joven,
inquieto por su postura de hombros caídos y rostro atribulado. No le gustaba
verla así, deseaba animarla un poco, pero debía ir con lentitud, pues sabía que
ella no sentía mucha confianza por él. Habían tenido poca relación porque la
madre de la joven y su esposa mantuvieron un reducido contacto. No se
soportaban, las personalidades de ambas mujeres eran en extremo dispares.
Margot,
su esposa, era seria y severa, una mujer de estabilidades; Margaret, la madre
de Julie, era alegre y aventurera, tanto, que solía ser muy liberal en cuanto a
novios y pasaba de un hombre a otro con frecuencia. Eso obligaba a la chica a
estar constante movimiento y compartiendo con personas extrañas.
En
esa ocasión la recibía en Rayville porque Margaret había cometido un serio
error con la ley y existía la posibilidad de que la encerraran en prisión por
una década. Julie no tenía más familiares a quienes recurrir, solo su tía.
Al
padre de la chica nunca lo conocieron. De él solo supieron que tenía un ligero
parecido con Billie Joe Armstrong por eso Margaret no dudó en tener sexo con él
al terminar el concierto de Green Day donde lo había conocido, sin preocuparse
por preguntarle siquiera el nombre.
«Billie»,
como lo llamaba Julie, jamás supo de la existencia de su hija. La chica se hizo
fanática de Green Day porque creía que al oír las canciones de esa banda establecía
una especie de conexión con el padre que había creado en su imaginación, como
si aquello fuera una vía de comunicación virtual que podía perdurar para
siempre.
Durante
el camino a casa, la joven en ocasiones dejaba que su mirada se extraviara
entre el verde de la vegetación sin atender el parloteo constante del niño. Le
preocupaba que William se sumergiera cada vez más en una zona residencial
amparada por tecnología, con vecinos que lo saludaban a su paso y lanzaban ojeadas
curiosas hacia ella. Se sentía tan desecha por dentro, tan llena de miedos y
angustias, que hubiese preferido perderse en los bosques sombríos que dejaban
atrás y alejarse de todo. Sentarse a los pies de un gran árbol con la capucha
de su suéter tapándole el rostro mientras una lluvia constante y fría caía
sobre ella, la empapaba y se llevaba sus lágrimas para enterrarlas en el suelo
hasta convertirlas en largas raíces que lograran estabilizarla. No quería estar
más a la deriva.
Al
llegar, Margot no la recibió de manera calurosa, solo con un frío «bienvenida»
seguido de un listado de normas con las que pretendía hacer la vida más
llevadera.
Para
Julie, aquella mujer delgada, de ojos verdes y rictus severo, tenía el cabello
castaño tan oscuro como el de su madre y las facciones afiladas de su rostro,
pero hasta allí se enumeraban las similitudes. Las diferencias, en cambio, se
extendían como las plantaciones que había apreciado antes de llegar a ese
pueblo, y se perdían en el horizonte.
El
riguroso reglamento dictado por la mujer no solo amelló la paciencia de la
joven, sino también, la de William, quien durante la cena mantuvo un semblante
inconforme y le dirigió advertencias con la mirada a su esposa que no eran
atendidas por ella. Terry tampoco se mostraba muy encariñado con su madre,
revoloteaba en todo momento alrededor de su padre, incluso, para protegerse de
las peticiones exigentes de la mujer. Margot no hacía nada para acercarlo a
ella, a Julie le dio la impresión de que su tía prefería tener al niño lejos
para que no la incordiara. Eso le produjo pesar y la motivó a ser más atenta y tierna
con él.
Horas
después, Julie entró en la habitación que le habían cedido. Se sentía como un
cachorro abandonado dentro de una caja. Su tía le ofrecía un espacio limpio y
ordenado, pero estaba tan falto de color que la deprimía. Las paredes blancas,
al igual que las sábanas y la tapicería del mueble, se difuminaban con el sepia
de la mesa, del cabecero y del ropero. Solo se veía color a través de la
ventana, cubierta por las ramas de un roble.
En
medio de un suspiro se llegó a la cama y se tiró de espaldas sobre el colchón
con los brazos abiertos en cruz, como si la hubieran derribado de un golpe.
Detalló el techo confeccionado por láminas de madera y las comparó con un
enrejado que le recordó a su madre, de quien se había despedido un par de días atrás
teniendo entre ellas los gruesos barrotes de una celda.
—Espero
hayas encontrado la habitación de tu agrado.
Margot
interrumpió sus tristes pensamientos al aparecer con semblante fastidiado. No
entró, se quedó en la puerta del dormitorio con un hombro recostado del marco y
los brazos cruzados en el pecho.
—Me
gusta —mintió la chica y se sentó.
—Mañana
te incorporarás a las clases en el instituto.
—¿Mañana?
—preguntó disgustada.
Le
parecía muy pronto para enfrentar esa dura prueba. La idea de verse rodeada de
gente le aterraba.
—Lo
siento, sé que el viaje fue largo, pero necesitas nivelarte porque en unas semanas
vendrá la época de exámenes —respondió con cierta incomodidad—. Además, tu
visita no es excusa para interrumpir nuestra rutina.
Julie
tragó grueso para pasar aquel duro desplante.
—Entiendo
—dijo de cara al suelo.
—Hemos
preparado todo para que tu incorporación sea lo más sencilla posible. Yo no
podré estar contigo, pero William te acompañará y supongo que te asignarán un
tutor escolar.
—Gracias
—contestó, esquiva.
—Bien.
Cualquier cosa que necesites me avisas —expuso la mujer y le dio la espalda para
salir, pero se detuvo enseguida—. Ah, una última cosa —dijo y la observó por
encima de su hombro—. Para hacer tus deberes puedes usar el computador de
William, que está en su despacho y tiene internet. No tengo un teléfono móvil
adicional que pueda facilitarte. Si necesitas comunicarte con alguien le avisas
a él. ¿Estás de acuerdo?
Ella
asintió, sin mostrar interés por ese tema, más bien eso le produjo un
escalofrío mientras su tía la dejaba sola y la encerrada en aquel cuarto pálido.
Desde
hacía una semana odiaba los medios que la acercaran a las redes sociales, había
destruido su teléfono móvil al estrellarlo contra una pared antes de viajar a
Rayville, porque no quería mirar las miserias que habían invadido su vida.
Además, nunca tuvo amigos ni familiares con quien mantener contacto. Su madre
cambiaba de novio con facilidad y, al no tener un hogar propio, se mudaban asiduamente,
ya fuera con ellos o a hoteles baratos. Nunca estuvo dos años en una misma
escuela, los amigos no le duraban, por eso, no se preocupaba en establecer
lazos fuertes. En su último año quiso construir algunas relaciones, pero había
caído en una escuela elitista que no le daba oportunidades a extraños. La
última conquista de Margaret había sido un hombre que logró hacer mucho dinero
gracias a estafas bancarias y evasión de impuestos, con eso pretendió darles
una vida de reinas, pero lo que hizo fue lanzarlas a ambas a un foso que
parecía no tener fin.
Se
obligó a apartar los recuerdos de sus tragedias y abrió la maleta con intención
de desempacar. Lo primero que halló fue el frasco de pastillas que le habían
recetado para que pudiera conciliar el sueño. Las desdichas vividas los últimos
días le impedían serenarse y la hicieron sufrir de ansiedad y Rayville no daba
señales de ser un lugar más acogedor, el bosque perdido y solitario que la
escondiera de las muchedumbres, así que sacó una entera y se la tragó sin
pensar en otra cosa. Quería dormir para recuperar fuerzas, pues sabía que las
necesitaría.
Se
acostó de lado y se abrazó a sus rodillas. Dejó que los cabellos le taparan el rostro
para ocultar sus ojos ahogados en rabias y vergüenzas.
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Maravilloso...
ResponderEliminarGracias por leerla, María!
EliminarMe encanta!
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