No
era el primer culo abultado y delineado con el que Eddy Bass se topaba, pero sí
el único cubierto por unos leggins
estampados con el rostro sonriente de un unicornio. Miró el infantil diseño con
recelo, aunque pronto se tranquilizó. Aquel culo, por su tamaño y contextura,
así como las largas y atléticas piernas que lo acompañaban, debían ser de una
mujer con permiso para portar armas, no de una niña.
Se
irguió olvidando que evaluaba los precios de las latas de tomates en conserva
para admirar con mayor descaro a esa hermosa tentación. Sonrió satisfecho al
descubrir que la dueña de ese trasero era una mujer de piel negra, de unos veintitantos
años, de cuerpo curvilíneo y mirada decidida. Adoraba a las mujeres de carácter
fuerte. Eran sus favoritas.
—Las
conservas son jugosas —comentó con picardía al notar que la chica valoraba las latas
de tomate que él había estado evaluando antes, al tiempo que lloriqueaba por el
teléfono móvil. Se quejaba porque su novio la había dejado embarcada y no
respondía ni a sus mensajes ni a sus llamadas.
Ella
interrumpió la conversación y lo observó con cierta repugnancia.
—¿Hablas
conmigo?
—No,
con el unicornio —ironizó, dedicándole una mirada seductora y una sonrisa
torcida.
La
mujer alzó una ceja y lo repasó de pies a cabeza. Le gustó lo que vio.
Aunque
el impertinente, por su cabello canoso, parecía rondar los cincuenta, resultaba
muy atractivo.
—Te
llamo luego —dijo a la persona con la que hablaba por el móvil y enseguida
cortó la comunicación para detallarlo con interés.
Eddy
hacía poco había cumplido los cuarenta y nueve años, pero le encantaba
ejercitarse. De esa manera expulsaba los rastros de alcohol que quedaban
adheridos a su piel luego de sus habituales borracheras, dejándole un cuerpo
tonificado, de músculos duros que tanto encantaba a las jóvenes. Sus cabellos, oscuros
como el ébano, abundantes y mal peinados, estaban salpicados por algunas canas
que le aportaban un toque clásico; y su barba tipo balbo, con bigotes y vello
en toda barbilla, le daba una apariencia sexy.
La
chica se mordió el labio inferior fijando su atención en los ojos profundos del
hombre, que llameaban con malicia por las ardientes promesas que ofrecían.
—El
unicornio no habla, pero tú y yo podemos entendernos muy bien —aseguró.
Eddy
se relamió los labios y admiró con avaricia aquel cuerpo que poseía el color
del chocolate, sabiendo que pronto lo degustaría. El trabajo estaba hecho, era
hora de divertirse.
La
escoltó hacia las cajas registradoras tomando por el camino algunos aperitivos
y bebidas energizantes. Luego del difícil día de trabajo que había tenido ese
día necesitaba de mucha ayuda extra para poder estar al mismo nivel que esa recia
mujer. Ella exudaba seguridad y fortaleza, y él… ya tenía varios cartuchos
degastados.
Entre
risas y caricias subidas de tono superaron el tráfico de Nueva York hasta
llegar al edificio donde él se residenciaba. Apenas estacionó el auto, la chica
se lanzó sobre sus brazos besándolo con furia, haciéndole algo difícil la tarea
de bajar, cerrar el vehículo con precaución y llegar a los elevadores. Al
lograr cumplir con todas esas tareas y mientras se cerraban las puertas de la
cabina del ascensor, ella le abrió la bragueta de los pantalones y sacó el
endurecido pene. Eddy se sorprendió al principio y tuvo intención de detenerla,
pero al ver cómo ella le sonreía con avaricia mientras se arrodillaba frente a
su «niño consentido» quedó paralizado.
Esa
imagen era demasiado excitante como para interrumpirla. Así que, cerró los ojos,
respiró hondo y rogó en silencio para que ninguno de sus vecinos lo descubriera
en medio de aquella faena.
Al
llegar a su piso casi tuvo que arrastrarla para salir al pasillo. La chica no
quería soltarlo y reía con estridencia. Se dirigió a su departamento con el
pene palpitándole, embriagado por las poderosas caricias que la boca experta de
esa joven le había dedicado. Exigía más, pero él no deseaba apresurar las
cosas.
A
pesar de las quejas de ella se cerró la bragueta del pantalón y la llevó a la
cocina sacando del refrigerador una botella de vino. Como todo buen seductor, tenía
a la mano las herramientas necesarias para hacer feliz a sus conquistas. Sirvió
dos copas y colocó en un plato los afrodisíacos pepinillos con picante que
había traído del mercado.
Con
dificultad cortó una hogaza de pan en trozos, ya que la chica jugueteaba con él
pretendiendo bajarle los pantalones, ansiosa por saborearlo de nuevo. La tomó
por la cintura y la sentó sobre la mesa abriéndole las piernas para ubicarse
entre ellas. Le dio de comer de su mano y cuando alguna gota del jugo de los
pepinillos caía en su rostro o en su pecho, él la lamía dejando besos regados
por la zona, produciéndole gemidos.
Su
pene se frotaba con estudiada seducción en el sexo hinchado y húmedo de ella. A
pesar de la ropa, la chica podía sentir la gruesa punta queriendo abrirse paso
en su interior. Las sensaciones sublimes de aquel roce la enloquecían,
volviéndola sumisa.
Luego
de algunos bocados y de una copa, los besos se volvieron intensos. Las lenguas
dejaron de explorar con reserva las bocas que invadían enroscándose como
serpientes entre sí, buscando absorber cada suspiro de satisfacción.
Eddy
acunó entre sus manos los suaves y generosos senos, ya desnudos y de puntas
endurecidas. Los apretó y sorbió con deleite, degustándolos, pero se volvieron
embriagantes cuando la joven aplicó encima de cada uno un chorro de vino.
—¡Ey!
Te volverás un vicio —bromeó antes de lamer el licor.
—Eso
quiero —codició ella y cerró los ojos alzando la cabeza en dirección al techo
para emitir un jadeo cuando él absorbió con energía uno de sus pezones,
mordisqueando la punta. La piel se le erizó por completo y en su vientre se
agitó una marea incontrolable de deseo.
Se
aferró a los cabellos de Eddy de forma brusca, para quitárselo de encima y
comenzar a desvestirlo. Él estuvo a punto de quejarse, pero al notar la
ansiedad de la joven se quedó callado. Ese tipo de mujeres, aunque lo
lastimaban, le hacían pasar un muy buen rato. Su cuerpo llameó anhelando el
exquisito dolor.
Al
estar desnudos, cambiaron de posición. Él se sentó en el borde de la mesa y
ella en una silla, entre sus piernas, para poder entretenerse sin incomodidades
con aquel pene tenso. Lo chupó de forma ávida, dejándolo de nuevo palpitante, y
a él a punto de un colapso. A Eddy el corazón le golpeaba con agitación las
costillas y el orgasmo se le agolpaba en el pecho produciéndole mareos.
Necesitaba culminar, pero la chica tenía otras intenciones.
Lo
acostó en la mesa, inmovilizándole los brazos al atarlos a las patas usando la
ropa de ambos como soga. Le cubrió los ojos con un paño de cocina y le bañó el
torso y el pene con el vino.
Él
se entregó al placer sin importarle nada, ni siquiera, lo que ella hacía sin su
conocimiento. Se lo devoraba, dejándole marcado en la piel sus dientes y uñas.
Un
par de minutos después, la joven sacó de su cartera un kit de juguetes sexuales
que incluían dilatadores anales, vibradores, bolas chinas, pinzas y lubricantes.
Dejó a la mano su teléfono móvil, dispuesta a grabar la sesión, pero prefirió
continuar un poco más con el delicioso tormento antes de utilizar sus artefactos.
Sonrió
al escuchar los lloriqueos del hombre, quien estaba a punto de sucumbir por las
llamaradas que ardían bajo su piel, pero un grito atronador la interrumpió
empujándola hacia atrás como si hubiera sido arrollada por una avalancha de
nieve, tumbándola al suelo.
—¡¡¡PAPÁ!!!
Continúa... CAPÍTULO 2.
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