DIME QUIEN SOY. Relato juvenil | Capítulo 4



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Capítulo 4.


Esta vez era Aerosmith quien amenizaba las tristes horas que Dominic pasaba encerrado en su habitación. Afuera, sus padres de nuevo discutían a los gritos. No se ponían de acuerdo sobre su futuro.
Para su padre, su hijo era un enfermo que empeoraba por la mala atención que su esposa le daba. No solo apoyaba la idea de trasladarlo a una escuela especial, sino que proponía encerrarlo en una clínica especializada donde pudieran atender sus anomalías y alejarlo de las drogas.
Su madre discutía con el hombre ofendida por todo lo que exponía del chico, aseguraba que Dominic era un niño normal, solo que poseía capacidades especiales que lo hacían más sensible, como si tuviera un súper poder que no sabía cómo utilizar. Lamentaba no tener el tiempo para dedicarle más atención, pero se negaba rotundamente a encerrarlo en alguna clínica o llevarlo a escuelas para chicos con problemas.
Dominic lloraba en silencio de impotencia, porque no le permitían opinar sobre su propio futuro. Además, las ofensas que su padre dirigía hacia él lo exasperaban aún más. Lo odiaba con toda su alma y quería verlo lejos, muy lejos de su madre y de él.
Mientras escuchaba el intenso rock de Aerosmith, dibujaba con ansiedad sobre su mesa un pegaso blanco con las crines de los colores del arco iris, de ojos fieros y enrojecidos, que volaba entre nubes hacia el sol. A su paso dejaba una estela de polvo de estrellas que él resaltaba con brillantinas.
Para no seguir el debate que se producía en el exterior, desarrollaba en su mente una historia para aquel dibujo, así no solo la música y la pintura lo alejaban de su realidad, también, su imaginación. Aquel caballo mitológico estaba dispuesto a sacrificarse para huir de quienes pretendían domarlo y subyugarlo a un poder superior. Se inmolaría para mantener su libertad, prefería eso a ser un esclavo, como le sucedía a él.
Estaba tan concentrado en su tarea que no sintió cuando su padre golpeó la puerta de su habitación logrando forzar de nuevo la cerradura para entrar. De un manotazo apagó el equipo de música y vio con desagrado el trabajo que hacía su hijo.
Aunque el dibujo era perfecto y estaba siendo pintado con delicadeza y belleza, el hombre repudió la obra al considerarla muy femenina, sobre todo, por el uso de brillantina.
—¡Eres un maricón! —reclamó y se aproximó a él.
Dominic se puso de pie para encararlo y evitar que él se acercara a su mesa.
—¡Sal de aquí!
—Maldito enfermo. Eres un anormal en toda regla. Philip tenía razón al decir que eres un desviado que necesitaba de mano dura para enderezarte.
Para Dominic, aquella referencia resultó como un puñetazo en el estómago que le produjo arcadas. Philip era el hermano de su padre, su tío, un hombre que le hizo un daño irreparable del que aún no había podido recuperarse. Por eso lo había golpeado hasta lograr que el hombre se marchara del pueblo y no regresara más.
—Sal de aquí —repitió con una voz rasposa, firme y amenazante, que a Tomás lo impactó un instante, pero casi enseguida el hombre recuperó su actitud fiera.
—Se acabaron los dibujos para ti —declaró y se giró sobre sus talones para acercarse a los que quedaban en las paredes y rasgarlos.
—¡No!
Dominic intentó detenerlo, pero recibió un fuerte golpe en la nariz que lo dejó mareado y sangrante. Durante ese momento de debilidad su padre no solo logró hacer trizas todos los dibujos que se hallaban en las paredes, sino el del pegaso que estaba sobre la mesa y rompió varios de sus lápices de colores. Lanzó las acuarelas al suelo para pisotearlas, e incluso, una parte de su estante de libros. La rabia lo había cegado.
—¡Voy a quitarte todas las anomalías que tienes encima! —sentenció y lo señaló con un dedo. Dominic se derrumbó en el suelo, lloraba de dolor y pena, con las manos y el rostro manchados de sangre—. ¡Te quitaré a golpes lo maricón! Con el enfermo mental puedo vivir, pero no con un asqueroso desviado. ¡¿Entiendes?!
El fuego de la ira llameaba en los ojos del chico, su mirada se volvió dura y determinada, igual a la del pegaso que minutos antes había estado pintando y ahora yacía en el piso, a su alrededor, hecho girones.
Tomás salió con paso firme de la habitación. Contenía, en sus puños apretados, el enfado que aún lo atormentaba. Su esposa había salido del departamento luego de discutir con él para calmar un poco su cólera, pero al regresar y descubrir lo que le había hecho a su hijo se abalanzó encima del hombre para golpearlo y sacarlo a empujones del apartamento mientras le gritaba ofensas y amenazas.
Al quedar solos, la mujer entró en la habitación de Dominic para evaluar su estado y limpiarle la herida. Él lloraba, más por el dolor que sentía en su alma que por su nariz sangrante. Se repetía en su mente, una y mil veces, las ofensas que le había dicho su padre. Comenzaba a aceptar aquellos calificativos como ciertos: «maricón», «enfermo mental», «anormal», «desviado»…
—No eres nada de eso, mi amor. Eres un ser especial, mágico —insistía Sammy para reconfortarlo.
—¿Por qué nací así, mamá? ¿Por qué no pude ser normal? —gemía él entre lágrimas.
—Eres normal. Por favor, Dominic, tienes que creerlo —exigió desesperada—. Eres normal, hijo. Más normal que los otros, por eso te tienen miedo.
Él pensó un instante aquellas palabras, pero le fue imposible reflexionarlas por mucho tiempo. El vacío que se abría en su pecho se hacía cada vez más grande y profundo e imposibilitaba que sintiera algo diferente a la rabia y al asco.
Luego de curar su herida, su madre limpió y ordenó su habitación mientras él permanecía derrumbado en la cama. Finalmente se arregló para ir al segundo turno de su trabajo, dejó al chico solo con los demonios que rondaban su cabeza.
Al sentirse más calmado, Dominic se levantó y se dirigió al dormitorio de Sammy. Hurgó en los cajones hasta encontrar lo que buscaba. Regresó a su cuarto y se sentó frente al espejo. En su tableta reproducía videos donde enseñaban a maquillarse y se pasó las horas probando varios estilos hasta encontrar los que le agradaban.
Su preferido era el dark, muy oscuro y lleno de sombras, que resaltara sus ojos verde agua llenos de ira e insatisfacciones.
—Seré el maricón que él tanto añora —dijo para sí mismo en referencia a su padre y con una sonrisa macabra en los labios.
Con el secador para el cabello se alisó los mechones que le caían sobre el rostro y así salió a la calle. La noche creaba la atmósfera que necesitaba para lograr su venganza.
Se llegó hasta el bar donde su padre trabajaba por temporadas y donde solía refugiarse cada vez que su madre lo echaba de casa. Allí no permitían el paso a menores de edad, pero él sabía por cual puerta escabullirse para evitar la vigilancia de la entrada.
No era primera vez que asistía a ese lugar, en otras ocasiones había entrado solo para retar al hombre, pero terminó haciendo amistad con una de las anfitrionas, quien, además, vivía alquilada en un cuartucho en la parte trasera y era quien le conseguía drogas y le hacía pequeños favorcitos sexuales para entrenarlo en aquel arte a cambio de una charla desinteresada.
Dominic entró por el área de servicio sin ser detenido por nadie. Los pocos empleados del lugar lo conocían y sabían de la amistad que él mantenía con Perla, la anfitriona, así que solo lo saludaron algo sorprendidos por su nueva imagen, aunque sin decirle nada.
Sin embargo, Dominic no buscó a la mujer, como en otras ocasiones había hecho, sino que fue directo al área del bar y se dirigió a la mesa donde su padre jugaba a las cartas con dos clientes asiduos del lugar.
Se paró frente a él y lo observó con suficiencia, con las manos guardadas en los bolsillos frontales de su chaqueta.
—Hola, viejo —pronunció, no solo para llamar la atención del hombre, sino también, la de los sujetos que los acompañaban, la de otros clientes que se hallaban en las cercanías, la de un par de anfitrionas y la del encargado, quien casi cayó al suelo a causa de una aneurisma al descubrir a un menor de edad dentro de su garito.
Tomás, al reparar en él, sintió tanta vergüenza, enfado y repulsión que por casi un minuto perdió el habla.
—Este niño no puede estar dentro del bar —le exigió con advertencia el encargado, pues sabía que Dominic era su hijo.
Perla salió de la cocina con un pedido y, al ver la postura desafiante del chico y su rostro maquillado, supuso que habría problemas. Ella conocía muy bien la situación que se gestaba entre padre e hijo, una de sus funciones era servir de confidente mientras el joven se drogaba con ella o compartían cama por algunos minutos, así que dejó la bandeja en el mostrador y corrió hacia él para sacarlo de allí.
—¿Qué mierda haces? —preguntó con ira contenida Tomás al ponerse de pie con rudeza, actitud que mosqueó a los presentes. Se aproximó a su hijo con paso enérgico dispuesto a quitarle a los golpes el maquillaje de la cara.
—Solo vine a decirte que tenías razón. —Las palabras del chico no solo congelaron a Tomás, sino también a Perla y a todos en el bar, que esperaban con inquietud su confesión—. Soy un maricón. ¿Eso no era lo que querías? ¿Un hijo maricón?
Las exclamaciones de asombro no se hicieron escuchar porque el rugido atronador de Tomás retumbó con fuerza. El hombre se abalanzó sobre el chico y lo tomó por el cuello para sacudirlo con una mano mientras que la otra la frotaba con rabia en la cara del joven para borrarle el maquillaje.
—¡Maldito engendro! ¡Quítate eso!
Se necesitó de la intervención de varias personas, incluyendo la de Perla y la del encargado del bar, para separar a Tomás de su hijo y sacar al chico de allí antes de que destruyeran el mobiliario, ya que con los movimiento bruscos de la lucha tumbaron sillas y arrastraron mesas.
Perla logró sacar a Dominic por la puerta de servicio mientras que el encargado y los clientes que habían estado jugando con Tomás procuraban calmarlo para que no fuera tras su hijo.
Dominic no quiso escuchar ni los reproches ni los consejos de la mujer, la dejó con la palabra en la boca para regresar a casa cabizbajo, con la cara manchada por el maquillaje corrido. Sus ojos llameaban, ahogados en lágrimas, pero no lloraba.
A pesar de que su alma estaba saturada por la ira y el dolor, no derramó ni una sola lágrima. La venganza no ayudó a que se desprendiera de sus emociones negativas, solo permitió endurecerlas, hacían de él un animal salvaje.
Lo aproximaba al sol, donde se inmolaría.







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