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Capítulo 6.
Al
día siguiente, al llegar a la escuela, quedó paralizado en medio del pasillo al
ver a su hada frente a su casillero. La chica, una morena de cuerpo sensual
pero con rostro entristecido, quitaba uno a uno los papeles que habían pegado
de la puerta con ofensas y burlas hacia él. Los hacía una bola en su puño.
—Hola
—la saludó al llegar a su lado.
Ella
se sobresaltó por su repentina aparición, pero enseguida le sonrió con una
ternura que a él le comprimió el pecho.
—Hola.
—Sus miradas se enlazaron un instante. Dominic se sentía inmóvil ante el
magnetismo que trasmitían los ojos oscuros de aquella joven—. Me encanta tu
nuevo estilo —dijo ella y bajó su atención hacia la bola de papeles.
Dominic,
al reparar en la masa de insultos y descalificaciones, apretó el ceño. No
hubiese querido que esa joven ensuciara sus manos con esas afrentas.
—¿Qué
dicen?
—Nada.
—La chica se apresuró por responder y colocó las manos tras su espalda para
ocultar las notas. No deseaba que él se las quitara y viera lo que allí estaba escrito—.
Suerte con la evaluación de aritmética —soltó antes de pasar por el lado del
joven para retirarse.
Él
la miró con ansiedad, con ganas de tomarla por un brazo y detenerla para
confesarle todo lo que sentía, pero no se atrevía a tocarla. Si lo hacía, la
infectaría con su veneno y ella era demasiado pura. El brillo que trasmitía era
lo único capaz de calentar su alma atormentada.
Afligido,
vio como la joven se alejó de su lado apretando cada vez más los papeles en su
puño. Se llevaba consigo los mensajes ofensivos que sus compañeros le habían
dejado para impedir que él se amargara aún más con aquellas líneas llenas de insultos.
La dejó ir, sin siquiera atreverse a murmurar su nombre en su mente.
Una
hora después, Dominic estaba muy concentrado realizando unos ejercicios de
matemática cuando fue interrumpido por el profesor para que se retirara del
aula a la oficina del director. Él observó al hombre con el ceño fruncido, no
había hecho nada para que lo castigaran, ese día había estado más tranquilo de
lo habitual. Sin embargo, igual lo citaban a su lugar de penitencia.
Se
marchó enfadado, más por el hecho de haber sido interrumpido en medio de una
evaluación que por aquel nuevo castigo. Le gustaba terminar sus asignaciones antes
que el resto de sus compañeros, esa era la única manera que tenía de vengarse
de los demás: ser mejor que ellos en lo académico, sin permitir que lo
superaran.
Se
extrañó cuando la secretaria de la recepción lo dirigió a la sala de profesores
y no lo llevó con el director. Al entrar, se topó con un sujeto al que
desconocía, que lo recibía con una sonrisa ancha, aunque falsa. Era evidente
que hacía un esfuerzo por ser agradable.
—Tú
debes ser Dominic Anderson —dijo y se aproximó a él—. Siéntate. Soy Henry
Roberts, psicólogo educativo del distrito.
Dominic
aumentó su desconcierto, pero igual ocupó un puesto en la mesa. El hombre se
ubicó a su lado, aún con su sonrisa forzada en los labios.
—Bien,
muchacho. Me han dicho que no estás satisfecho con el programa educativo de
esta escuela.
—Nunca
he dicho eso.
—Veo
que has tenido muchas quejas de tus profesores —anunció, al tiempo que abría la
carpeta que contenía el expediente académico del chico—. Interrumpes
constantemente para hacer aclaraciones.
—Hago
todo lo que me piden, pero los profesores a veces se equivocan y tengo que
corregirlos en clase.
—¿A
veces? —expresó con burla mientras repasaba con rapidez las decenas de
observaciones que había en su registro.
Dominic
se enfadó, comprendió que aquel sujeto estaba allí para castigarlo por
atreverse a intervenir en clase molestando a los docentes. Algunos de ellos lo
acusaban de creerse superior y le habían advertido que si seguía así, le
pondrían una sanción más fuerte que una simple nota en su expediente.
Estaba
seguro de que lo echarían de la escuela, pero antes lo ridiculizarían con un
«experto» para ponerlo en su sitio. La rabia le inundó el pecho y lo empujó a
actuar mal como acto de rebeldía.
Todas
las preguntas que le hacía el psicólogo las respondía con mentiras y de forma
enfadada. El sujeto parecía tener una paciencia de hierro, ya que no se ofendía
ni molestaba con facilidad, como lo hacían sus profesores. Al contrario,
buscaba calmarlo cambiando en ocasiones la conversación para conocer un poco de
su vida personal, de su día a día, de su pasado y presente, incluso, había
llevado una especie de examen académico con preguntas tan fáciles que Dominic
pensó que lo consideraban un tonto.
El
chico se mostró tan irritado que no pudo evitar explotar con una rabieta
infantil con la que pretendió quitárselo de encima. Por suerte, el asesor escolar
estaba cerca y ayudó a controlarlo. Luego lo dejaron marcharse antes de que
protagonizara una escena más dramática, pues comenzaban a conocer sus tretas.
Se
fue de la institución cabizbajo, con su mochila colgada en la espalda y los
puños apretados en las tiras. El pecho se le abría por una sensación de vacío
que se hacía cada vez más profunda. Estaba cansado de las humillaciones, de que
pusieran en tela de juicio sus conocimientos, de que pretendieran controlarlo
como si fuera una marioneta colocando cientos de hilos alrededor de su cuerpo.
No podía moverse, hablar o pensar como él quisiera, sino como fuera más cómodo
para los demás, así dejaba de ser intimidante y le impedían que brillara
opacando la intensidad de los otros.
Se
sentía tan solo y apartado que la amargura empezaba a aglomerarse en sus ojos
en forma de lágrimas, pero su semblante fiero no permitiría que siguiera mostrándose
vulnerable. Era hora de asumir una actitud más fuerte o seguiría cayendo en el
abismo.
Maquinaba
alguna manera de hacerse más rudo cuando una piedra se estrelló en su cabeza.
El dolor lo obligó a ovillarse un instante mientras risas de burlas y frases
soeces resonaban a su alrededor. Al asegurarse de que no sangraba, Dominic
dirigió una mirada letal hacia el grupo que lo había molestado. Se trataba de
cuatro compañeros de clase, quienes se mofaban por el maquillaje que llevaba
puesto y lo acusaban de afeminado y perdedor.
Saturado
por la ira, el chico se quitó la mochila y saltó sobre ellos como si fuera un
gato salvaje. A pesar de la diferencia numérica, logró agredir a dos con golpes
en el rostro y repetidas patadas hasta que lograron derribarlo y entre todos se
abalanzaron sobre él. Sin embargo, fue poco el castigo que le propinaron. Dylan
apareció de forma repentina y se unió a la pelea.
Cuando
Dominic se puso de pie, entre los dos molieron a golpes a los cuatro chicos. Hasta
que uno a uno fueron escapando a las carreras, espantados por los rugidos
feroces y por los gritos llenos de amenazas de aquel dúo inclemente.
Ambos
jóvenes observaron con mirada enrojecida la cobarde huida. Sus pechos subían y
bajaban por las respiraciones acentuadas, tanto por la agitación como por la
rabia. Al saber que el peligro estaba lejos, se vieron a las caras con cierta
aprehensión, sin saber qué decirse. En silencio recuperaron sus pertenencias y se
marcharon del lugar, juntos.
—Gracias
—dijo finalmente Dominic luego de casi media hora de recorrido. Estaban cerca
del cruce que separaría sus caminos.
Dylan
no le respondió, solo veía al frente mientras procura olvidarse del tema para
no remover de nuevo su mal humor. Empezaba a sentirse saturado por la cólera
que lo inundaba. Si dejaba que ella tomara muy seguido el control de sus
acciones, explotaría algún día como si fuese una caldera.
Continuaron
sin decirse una sola palabra hasta que vieron salir de una calle contigua al
padre de Dylan. Se tambaleaba por la cantidad de alcohol que recorría sus venas
y con una botella vacía de ron sostenida en una mano. Intentaba cantar una
canción, pero solo le salían palabra inentendibles.
Dylan
apretó la mandíbula al divisarlo y quiso ignorarlo. Sin embargo, a pocos metros
antes de llegar al cruce, el hombre tropezó con una imperfección de la acera y
cayó de boca al suelo. La botella se hizo añicos y salpicó trocitos de vidrios
en todas direcciones, incluso, hacia los chicos.
Con
la caída, el sujeto se golpeó la nariz. Al levantar el rostro, la sangre
comenzó a bullirle de forma incontrolable.
Dylan
gruñó y corrió hacia él para ayudarlo a ponerse de pie. Cuando estuvo
arrodillado, Brando Hackett pudo observar a la persona que lo ayudaba.
Se
sacudió su agarre con repulsión al descubrir que era su hijo.
—¡Déjame
en paz! —exigió con voz embriagada y masculló maldiciones mientras se ponía de
pie él solo, con dificultad.
La
rabia amenazó con agobiar de nuevo a Dylan por aquel duro rechazo, que le dolió
más que los golpes recibidos en la pelea anterior.
Al
lograr levantarse, Brandon observó con rencor a Dominic. La sangre le cubría
toda la boca, la barbilla y el cuello, sin embargo, fue el rostro maquillado
del chico lo que le produjo asco.
—Maldito
maricón —reprochó con desprecio, luego miró a su hijo de la misma manera—. ¿Y
tú, aparte de ser un parásito, también eres maricón? ¡¿Cómo este engendro?!
—gritó eso último al tiempo que señalaba a Dominic con un dedo y se tambaleaba
a punto de caer.
Pero
logró mantener el equilibrio y, mientras mascullaba maldiciones y ofensas hacia
los chicos, continuó su camino a casa.
Dominic
lo acuchilló con sus ojos fieros. Sintió odio por ese hombre, un desprecio que
se aglomeraba bajo la piel de sus manos y se fundía en puños apretados que
temblaban ansiosos por estrellarse en la cara maltrecha de aquel sujeto. Aunque
no lo odiaba por lo que decía de él, sino por la manera en la que lastimaba a
su amigo. Ese dolor lo atormentaba tanto, como lo hacía el maltrato que todos a
su alrededor le dirigían.
Apartó
su mirada del hombre cuando Dylan pasó por su lado, en silencio. No se despidió
de él, ni siquiera le dirigió una ojeada. Siguió a su padre con lentitud,
vigilaba sus pasos con la cabeza gacha para ocultar sus asfixiantes
sentimientos.
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