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Capítulo 12.
Esa
noche se sintió muy solo. A pesar del triunfo alcanzado, nada lo consolaba.
Vagó por las calles en busca de algo que sentía perdido, pero que aún no
conocía, hasta que llegó al bar donde trabajaba su padre y donde podía
conseguir un poco de atención.
Un
joven salía del establecimiento por la puerta trasera llevando consigo una
bolsa de basura hacia un contenedor cercano, Dominic se acercó a él y le pidió
que le avisara a Perla de su presencia. Esperó más de una hora la aparición de
la mujer, aquel día el bar estaba al tope de clientes. Ella lo dejó entrar y lo
llevó a su habitación, le obsequió un par de porros de marihuana para que se
distrajera viendo la televisión mientras ella iba y venía.
En
una ocasión se quedó más de media hora con él, escuchó sus lamentos y le
permitió llorar sobre su regazo. Lo calmó con cientos de caricias íntimas y
besos hasta que el chico se quedó dormido por el efecto de la droga.
Tomás,
que esa noche le había tocado el aseo de las mesas, notó las constantes salidas
de la mujer. Él sabía que ella había alcanzado una especie de amistad con su
hijo, pero nunca se interesó por ese asunto, tampoco por lo que hacía esa puta
de piel desgastada, por la que sentía cierto asco. Sin embargo, ese día estaba
con la irritación en su máximo nivel. No solo su esposa lo había echado de
casa, sino que su jefe no le permitió quedarse en el bar, pues sabía que en esa
oportunidad nada lo sacaría de allí y él no tenía medios económicos para
costear su estadía. Aún no tenía claro dónde se quedaría esa noche y no deseaba
gastar el poco dinero que llevaba consigo pagando un hotel barato. La rabia y
la frustración le impedían realizar sus tareas con efectividad, recibiendo
varios regaños por sus desatinos. Necesitaba drenar la furia que lo dominaba o
perdería también el empleo.
Por
eso, en un momento de descanso, decidió averiguar lo que hacía aquella zorra y
le impedía atender a los clientes. Pensó que si la denunciaba con su jefe, este
dejaría de vigilar sus acciones y le concedería paz mientras se enfocaba en la
mujer.
La
siguió con sigilo hasta su cuartucho, teniendo la suerte de que ella dejara un
instante la puerta abierta mientras dejaba sobre una mesa un tazón con sopa de
carne. El aroma de la marihuana salía del interior y le embotó las fosas
nasales, pero lo que le paralizó el corazón del hombre fue la imagen de su hijo
vestido solo con unos bóxer y dormido en la cama.
Al
recobrar la movilidad salió al exterior y sacó su teléfono móvil del bolsillo
del pantalón para llamar a la policía.
Dominic
despertó por la agitación que oía a su alrededor. Tardó unos minutos en
recordar el dolor que traspasaba su alma, el cuarto de Perla, la marihuana y
las manos de la mujer sobre su cuerpo.
Sentía
que la cama se movía como si estuviera en un auto y notó que el techo de friso
resquebrajado se transformaba en un cielo estrellado. Miró con fijeza las
estrellas, que titilaban sobre su cabeza como si le guiñaran un ojo, hasta que
la cara de un desconocido se materializó en su campo visual: un sujeto joven,
moreno y de facciones preocupadas.
—Está
despierto —oyó que decía.
—Átalo
bien para que no se caiga de la camilla —mencionó alguien ubicado sobre su
cabeza, pero a quien no podía ver.
Pronto
sintió un balanceo incómodo que le produjo arcadas y fue introducido dentro de
lo que parecía ser un vehículo de interior blanco y gris. Los objetos que
colgaban de artilugios le permitieron entender lo que ocurría: lo metían dentro
de una ambulancia.
Aunque
su corazón aumentó las palpitaciones era poco lo que podía hacer. No solo
estaba inmovilizado de brazos y piernas, sino que el efecto de la droga lo adormilaba.
Cuando
lo aseguraron en el interior de la ambulancia pudo dar una ojeada a lo que
ocurría afuera. Había mucha gente, pero todo estaba borroso, solo una cara se
revelaba con claridad: un rostro familiar y desagradable, de sonrisa burlona,
que pensó nunca más ver en su vida.
Una
patrulla de policía se desdibujaba al fondo, con sus luces de colores dando
tantas vueltas como lo hacía su estómago.
—Perla…
—masculló antes de que un pinchazo en su brazo lo sobresaltara. Quiso sacudirse
para evitar que lo medicaran, sin embargo, pronto volvió a sumirse en un
profundo sueño.
Al
despertar, el sol parecía haberse metido dentro de la habitación donde estaba
internado. A Dominic le resultaba imposible abrir los ojos por el resplandor.
Intentó levantarse, pero aún estaba atado a la cama. Eso lo desquició y comenzó
a sacudir con brusquedad las manos para liberarse.
—Cálmate,
hijo. Vas a lastimarte.
La
voz de su madre lo llenó de esperanzas. Forzó la mirada buscando a su alrededor
hasta que pudo dar con ella.
Sammy
estaba vestida con su traje de enfermera, era evidente que lo habían llevado al
hospital de Rayville, donde ella trabajaba. Pero el rostro de la mujer comprimió
el pecho del chico. Las grandes ojeras, los ojos hinchados por el llanto y la
piel estirada y pálida por el cansancio la hacían ver demasiado demacrada.
—Mamá,
desátame. Sabes que no me gusta que me aten —pidió nervioso, sin dejar de mover
con rudeza las manos.
Sammy
se aproximó a su hijo y buscó calmarlo acariciándole la cabeza.
—Tranquilo,
Dominic, espera un instante a que venga el médico y lo autorice. Te ataron
porque te agitabas mucho desde que te trajeron y temieron que te cayeras de la
cama y te dieras un golpe que empeorara tu condición.
—Ya
estoy bien. ¡Estoy bien! Diles que me desaten —exigió y miró con terror sus
manos atadas.
La
mujer besó su cabeza y pronto se dirigió a la puerta para llamar desde allí al
médico. A los pocos minutos ya estaba liberado, pero permaneció en aquel lugar
por un par de días mientras se estabilizaba anímicamente y le hacían un montón
de exámenes.
Cuando
el chico se enteró que el bar donde trabajaba su padre había sido clausurado
por la policía y que el dueño estaba detenido por averiguaciones sintió cierta
emoción. Eso ayudaría a que su padre definitivamente se fuera del pueblo y no
volviera jamás. Sin embargo, al saber que Perla también estaba detenida y que
pronto sería trasladada a una prisión por denuncias de acoso a un menor y por
tener drogas en su habitación quiso morir. Nunca pensó en dañar a aquella
mujer, ella había sido una de las pocas personas que le habían tendido una mano
y lo acompañó en su pena.
La
depresión amelló su voluntad durante los próximos días. De pronto se vio
asediado por policías, trabajadores sociales, psicólogos y médicos que buscaban
una solución para su depravado estilo de vida. Las medicinas fueron su alimento
diario, así como diferentes sesiones de terapia. En casa no podía estar solo,
su madre también se hallaba desanimada al sospechar que podría perder sus
trabajos por aquella situación. Era fácil escuchar su llanto por culpa del
silencio que había invadido cada rincón de su existencia.
Él
pensó que con su actitud rebelde se libraría de los pesos que lo agobiaban,
pero perdió más en menos tiempo. La soledad elevó cientos de barreras a su
alrededor que se adhirieron a su cuerpo como si se trataran de otra piel,
endureciéndola, secando las emociones que podrían hallarse dentro.
Estaba
tan vacío que le costaba respirar y los días de tormenta llegaron al pueblo
aumentando su desaliento. Dejó de asistir a la escuela, sus pasos se desviaban
cada mañana y se detenían en los límites del poblado, sobre el puente de hierro
que daba acceso a Rayville.
El
agua agitada del río, por la lluvia, era el único entretenimiento que atrapaba
su atención. Se calmaba viendo las excitadas y diminutas olas que se creaban por
la corriente experimentando cierto deseo por irse con ella, hasta perderse en
el mundo infinito que podía hallar al final de ese poderoso caudal.
En
una oportunidad se sentó en la baranda del puente con las piernas colgando
hacia el río. La capucha del impermeable solo dejaba visible parte de su rostro
mientras unas frías gotas de lluvia caían a su alrededor, empapándolo todo.
Fue
allí donde Dylan lo halló.
—Dime
que no quieres suicidarte —pidió al detenerse a su lado.
Dominic
se sobresaltó al escucharlo, pero no modificó su posición. La alegría se
extendió dentro de él, reflejándose solo en el brillo de su mirada.
—Si
hubiese querido hacerlo, desde hace una semana me habrían enterrado.
—Entonces,
¿por qué estás aquí?
—¿Y
por qué no estarlo?
El
silencio fluyó entre ellos, solo el sonido del río y de la lluvia resonaban.
Los corazones de ambos palpitaban con energía, pero no eran perceptibles para
sus oídos.
—Ella
pregunta mucho por ti. No sé qué decirle.
Dominic
cerró los ojos y sonrió con tristeza. Sabía que Dylan se refería a su hada,
solo un ser tan puro podía sentir curiosidad por una bestia tan sucia como él.
—Dile
que de mí ya no queda nada. Que me perdí y no me encuentro. Que me olvide para
poder hacerlo yo también.
—¿Y
si nos encontramos juntos?
Dominic
se impactó al escuchar esa voz. Ya no era Dylan el que hablaba, sino ella. Su
hada.
Giró
el rostro y la vio parada junto a su amigo, con el rostro angustiado, de ojos
hinchados por el miedo y la pena. Tenía las manos dentro de los bolsillos de su
impermeable y la cabeza un poco gacha, parecía esconderse tras Dylan, temerosa
por recibir un duro rechazo.
—No
eres el único que está perdido, pero no tienes por qué hacer solo esa búsqueda.
Las
palabras de ella lo traspasaron de pies a cabeza, inundándolo de emociones.
Observó a Dylan, recibiendo de él una mirada llena de seguridad.
No
era el único perdido en aquel cruel desierto de vida. No era el único que se
sentía roto y desarmado frente a la violencia que lo rodeaba.
—¿Vienes
con nosotros o te quedarás aquí relamiéndote las heridas?
La
dura pregunta de su amigo lo hizo reír. Negó con la cabeza y vio por última vez
el correr del agua bajo sus pies mientras se llenaba de determinación. Luego de
un suspiro, bajó de un salto de la baranda.
—Listo
—dijo hacia ellos y con los brazos abiertos en cruz.
Britany
sonrió con timidez y Dylan apretó la mandíbula y asintió.
—Muévete,
idiota —ordenó dándose media vuelta para regresar al pueblo, el lugar del que
no podrían escapar, pero al que enfrentarían con renovados ánimos.
Mientras
Dylan se alejaba, Dominic y Britany se quedaron allí, un instante, compartiendo
miradas llenas de gritos de auxilio y deseo. Ella sonrió antes de darle la
espalda y marcharse, con ese dulce gesto aumentó el ánimo del joven por
seguirlos y evaluar a dónde lo llevaría esa corriente de vida…
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