Al
día siguiente, la faena exigía sobriedad para adelantar el caso que traían
entre manos.
—Deja
de moverte, ¿quieres? —se quejó Leroy mientras disparaba su cámara de fotos a
través de la ventanilla del auto con actitud molesta.
Eddy
se hallaba a su lado, en el asiento del piloto, y, aunque ese día no poseía una
sola gota de alcohol nublándole los pensamientos, sí lo hacía la ansiedad.
Su
jefe lo había reprendido a primera hora de la mañana por los desplantes que le había
ocasionado a Leroy los últimos días, y por su descontrol con la bebida, razón
por la que estaban retrasados con la entrega de un segundo artículo sobre el
caso Carter-Patterson. Sospechaba que algo muy gordo destaparía ese asunto,
porque no paraba de recibir amenazas si se le ocurría publicar algo del tema.
Los
obligó a perseguir a la amante del congresista Dorian Patterson, quien había
ido de compras con una amiga. Aquella labor le resultaba tan aburrida que no
paraba de mover la pierna con inquietud, fastidiando a Leroy.
Steven
les había explicado que su fuente le había recomendado mantener los ojos bien
puestos sobre esa joven, aunque no dio detalles por temor a represalias si era descubierto.
Tal vez la chica estuviera envuelta en una traición, ese era el asunto que
debían descubrir, pero ellos dudaban que aquel trabajo valiera la pena. Sin
embargo, su jefe lo consideraba importante, ya que esa fuente era muy confiable
y todo lo que le había contado sobre Dorian Patterson hasta la fecha, había
sido confirmado. Por eso, Eddy tuvo que llenarse de paciencia y evaluar desde
su asiento los movimientos de la joven, que seguía a través de los cristales de
la fachada de la tienda, esperando no perder el tiempo.
La
chica, Ruth Malloy, una trigueña alta y de cuerpo escultural, miraba de reojo
la ropa que su amiga elegía siendo su trabajo tener que aprobar o desaprobar el
modelo con el movimiento de su dedo pulgar, que bajaba o subía según sus
preferencias. El resto del tiempo lo pasaba sumida en un chateo incesante con
su teléfono móvil. Nunca dejaba de atender el aparato, ni siquiera, cuando conversaba
con otros.
—Está
en el teléfono móvil —aseguró.
—¿Qué?
—preguntó Leroy al escucharlo hablar.
—El
móvil —repitió—. La persona con la que chatea puede ser la clave.
El
moreno dirigió su cara molesta y confusa hacia él.
—¿De
qué hablas? ¿Qué clave?
Eddy
bufó fastidiado.
—¿Para
qué carajo le recomiendan a Steven que siga a la amante del congresista? —Leroy
alzó una ceja con incredulidad. Eddy respiró hondo—. ¡Quizás lo engaña, idiota!
¡Con alguien involucrado en el caso! Seguir sus pasos puede concedernos una
pista.
Ahora
el moreno se mostró sorprendido.
—¿Cómo
sabes eso?
Eddy
puso los ojos en blanco.
—No
lo sé. Lo supongo —respondió molesto—. Necesitamos el móvil, Milton puede hackearlo.
Tenemos que saber con quién chatea.
—¡¿Estás
loco?! ¿Cómo vamos a obtener el teléfono de esa chica?
Eddy
no le respondió. Mantuvo la mirada fija en la joven, que reía de forma
melancólica hacia la pantalla del teléfono mientras escribía con rapidez un
mensaje.
—Lo
tengo —dijo y enseguida bajó del auto.
—¡¿A
dónde vas?! —exigió Leroy, alarmado, reprimiendo un poco la voz para que no lo
escucharan el resto de los transeúntes. Desde el auto veía como su amigo corría
hacia la tienda donde se hallaba la chica—. Maldito demente —se quejó,
ubicándose en el asiento del piloto. Estaba seguro de que Eddy haría algo
indebido y él, como siempre, tendría que salir a rescatarlo.
Eddy
se adentró en la tienda sin quitarles la mirada de encima a la amante del
congresista, y a su amiga. Mientras la segunda elegía varios vestidos holgados
de tela vaporosa, la otra, una joven de cabellera castaña y enormes tetas de
silicona, se quedó junto a un mostrador tecleando en el móvil.
Disimuló
el acoso al hurgar entre los conjuntos de traje de baño de niña.
—¡Ruth,
necesito tu opinión! —gritó la amiga desde la entrada de los probadores. La amante
del congresista suspiró hondo antes de responderle.
—Dame
un segundo.
—¡Deja
el teléfono y ven! ¡No pasará nada si no le respondes enseguida! —la regañó,
antes de entrar en el área de los cubículos.
La
chica gruñó con molestia y dejó sobre el mostrador su bolso y el teléfono móvil
para seguirla. Eddy observó el aparato con los ojos abiertos en su máxima
expresión. ¿Sería tan fácil el trabajo?
Controló
la ansiedad fingiendo evaluar los artículos de maquillaje que el mostrador
exhibía, aproximándose de a poco al móvil. Cuidaba de que ninguna dependienta
lo pillara o lo acusarían de ladrón. Al llegar a él, lo tomó con disimulo y
marcó su número telefónico, enseguida recibió la llamada quedando grabado el
número en su propio teléfono. Eso sería suficiente para hackearlo. Luego revisó
con rapidez el chat.
Ruth
le escribía a un tal «muñeco» súplicas para verse al día siguiente, a
escondidas, en un café en las afueras de la ciudad, pero el sujeto se negaba
porque la relación se estaba volviendo muy evidente y debían cuidarse. Al
principio pensó que aquel «muñeco» se trataba del congresista, pero en algunas
partes el hombre le reprochaba por no poder acercarse más a ella, ya que pasaba
mucho tiempo con «él» y le exigía que definiera sus preferencias.
—Te
tengo —susurró emocionado, pensando que sus sospechas eran ciertas. Esa chica
engañaba al congresista con ese tal «muñeco».
Apretó
el ceño, ansioso por saber más, pero el tal «muñeco» no paraba de enviar
mensajes pidiendo respuestas a su petición, haciendo que sonara muy seguido la
campana de las notificaciones. Borró con rapidez el registro del número que
había marcado y dejó el aparato sobre el mostrador, justo en el momento en que Ruth
salía de los cubículos.
La
chica, al verlo cerca de su teléfono, se mostró preocupada y enseguida se acercó
para tomarlo. Eddy sonrió con seductora inocencia.
—¿Es
tuyo? —Ella lo observó con recelo de pies a cabeza mientras asentía. Sin
embargo, al detallar su atractivo y dejarse irradiar por su sonrisa atrayente,
su desconfianza fue disminuyendo—. Estuve a punto de llamar a una dependienta
para reportar un teléfono perdido.
—Lo
dejé aquí un instante mientras entraba a los probadores —respondió la joven.
Esta vez lo veía con una sonrisa coqueta en los labios—. ¿Trabajas aquí o
buscas algo en especial?
Eddy
amplió la sonrisa y respiró aliviado. Ella ahora flirteaba con él, eso podría ser
beneficioso para el caso.
—Mi
hija está de cumpleaños. Hoy apagará cinco velitas —mintió. La chica se
conmovió—. Se cree muy mayor y le encantan las pinturas para la cara —explicó,
refiriéndose al maquillaje. Sabía que a las mujeres les encantaba los hombres
incultos en temas femeninos, pero que se esforzaban por consentir a una dama—.
Quiero obsequiarle algo especial y evaluaba los labiales cuando vi tu móvil
sobre el mostrador. Pensé que alguien lo había olvidado —alegó, aproximándose a
ella para arroparla con su sensualidad.
Como
siempre, aquello le resultó efectivo. Ruth Malloy se mostró interesada y se
ofreció a ayudarlo a encontrar el regalo perfecto.
Entre
risas y coqueteos estuvieron evaluando infinidad de productos de maquillaje, así
como cremas perfumadas, ideales para niñas. La amiga pronto se unió a ellos, manifestándose
muy interesada por el nuevo ligue de su amiga. Eddy, de forma disimulada, les
sacaba información sobre un viaje a las Bahamas que harían la próxima semana. Sin
embargo, mientras ellas cancelaban su compra, él lanzó una mirada hacia la
calle para verificar que Leroy aún seguía en el auto, quedando paralizado.
En
la acera de enfrente, semiescondida entre unos árboles y vestida con un uniforme
de fiscal de tránsito, se hallaba una rubia que le parecía muy conocida. La
mirada rencorosa y autoritaria que ella le dedicó le produjo un estremecimiento
en todo el cuerpo.
Se
trataba de la supuesta dama de compañía, la misma mujer que había estado en la
fiesta infantil acosando también a su víctima, la que besaba como los dioses y
tenía una fuerza descomunal capaz de tumbarlo al suelo y aplastarle los
testículos de un rodillazo.
El
corazón comenzó a martillearle con fuerza en el pecho.
—¿Qué
pasa, cariño? —quiso saber la amiga de Ruth al notar como él observaba el
exterior con nerviosismo.
—Es…
la madre de mi hija —pronunció con angustia. Las mujeres miraron alarmadas la
calle—. Es un poco conflictiva —dijo, al descubrir que la excusa podía servirle
para librarse de las mujeres e ir por la rubia—. Tengo que salir y enfrentarla,
o entrará y hará un escándalo en la tienda. Fue un placer conocerlas —finalizó
con una sonrisa radiante que a ellas les resultó contagiosa. No obstante, ambas
reflejaron en sus ojos temor por la posible presencia de la madre de la niña,
que, por el rostro impaciente del hombre, podía tratarse de una psicópata
celosa y violenta.
Eddy
salió de la tienda, pero se detuvo en la acera para cruzar una mirada con la
rubia. Ella se mostró furiosa y asustaba al mismo tiempo, sin saber si quedarse
allí o marcharse. El cuerpo de Eddy vibró por la expectativa, luego de unos
segundos de debate comenzó a caminar hacia la rubia, aquello alarmó a la mujer.
Él
aceleró el paso al ver que ella huía, no estaba dispuesto a que en esa ocasión
escapara. Cruzó la calle a las carreras mientras la rubia se apresuraba por
doblar la esquina. La alcanzó un par de cuadras más abajo, la tomó por el codo
y la giró de forma brusca para obligarla a encararlo.
—¿Fiscal
de tránsito?
—¿Qué
te pasa, imbécil?
—¿Quién
eres?
—¿Qué
te importa? —se quejó ella y se soltó con rudeza de su agarre para continuar su
andar, pero Eddy se interpuso en su camino.
—Eres
periodista de El Confidencial,
¿cierto? —arguyó, refiriéndose al diario que competía con sus publicaciones. La
mujer resopló y puso los ojos en blanco—. ¿De dónde sacas información sobre el
congresista Patterson? —La rubia se mostró alarmada y dio un repaso a los
alrededores para saber si alguien los había escuchado—. ¿Tienes contactos
dentro del laboratorio Dopler Pharma o a nivel familiar?
—¡Cállate!
—ordenó y lo tomó por el brazo para arrastrarlo hacia un callejón poco
transitado—. Idiota, ¿cómo sueltas esa información en plena vía pública?
—reclamó con enfado.
—¿Qué
sabes de este caso? No me quitarás la exclusiva —advirtió y la señaló con un
dedo en la cara. Ella bufó, manoteó su dedo para quitárselo de enfrente y le
dirigió una mirada rencorosa.
—¿Eso
es lo único que te importa? ¿Una exclusiva para ganar un premio periodístico o
un poco de dinero que te permita pagar la ronda en el bar? —Eddy se impactó por
aquella acusación, dicha con cierto tono de desprecio—. Ustedes los periodistas
son unos caraduras.
—¿Caradura?
¿Acaso tienes ochenta años, preciosa? —dijo sonriendo con soberbia—. Si esperas
que me ofenda, insúltame de manera apasionada, amor —pinchó, acariciándole el
cabello. Ella apartó su mano con rudeza—. Aunque te confieso que eso será
difícil.
—Eres
un arrogante —aseguró y retrocedió un paso ante el avance desafiante de él.
—Dime
lo que quieras, pero igual te advierto que no me quitarás la exclusiva.
—Te
quitaré más que eso —lo retó, irguiéndose con altanería.
Eddy
se encendió como una caldera. Tuvo que respirar hondo para soportar el ardiente
vapor que estaba a punto de nublarle los sentidos.
—Inténtalo
—propuso, antes de aferrar la cabeza de la chica entre sus manos y tomar por
asalto su boca como si fuera la última gota de agua que existiera en el
planeta.
Mordió
sus labios, fríos y tensos, hasta lograr que se abrieran para él. Pasó con
rapidez su lengua a su interior, como un ladrón en medio de la noche capaz de
hurtar cada gemido, degustándose con el elíxir embriagante que tanto había
deseado. La sintió temblar. Ella se estremeció ante esa atrevida invasión
poniéndose en evidencia. Él aprovechó esa debilidad para llegar más lejos,
buscando saciarse, pero aquello le resultaba imposible.
Estaba
tan extasiado con aquel delicioso placer que no pudo reaccionar a tiempo al
sentir que una pierna se enrollaba con la suya y lo hacía perder el equilibrio.
Cayó al suelo de culo, perdiendo el contacto con el manjar de sus labios.
Enseguida lo tumbaron por completo al suelo y lo giraron, estampándole la cara
contra la acera, sin darle oportunidad de quejarse siquiera. Ella tomó uno de
sus brazos doblándolo hacia la espalda. El dolor lo inmovilizó, impidiéndole que
luchara.
—Vuelves
a besarme y te corto la lengua, ¿me entendiste?
Eddy
se impactó por aquella dura amenaza, dicha en su oreja.
—Espera,
cariño, vamos a…
—¡No
me llames cariño! —exigió la mujer y apretó su agarre.
Él
gruñó, sintiéndose frustrado, aunque no pudo evitar mostrar una sonrisa por la
situación embarazosa y divertida en la que se encontraba. Nunca una mujer lo
había tratado de esa manera.
—Está
bien, está bien. Lo que tú digas —claudicó con dificultad.
Ella
emitió un rugido de furia antes de soltarlo y marcharse a toda prisa. Eddy la
miró asombrado, aún desde el suelo, mientras procuraba recuperar la
respiración.
—Mierda.
Qué mujercita —expresó, poniéndose de pie en medio de quejidos. Le dolía el
brazo y las nalgas.
Se
irguió con soberbia al descubrir que las personas que pasaban cerca lo
observaban con burla. Un vendedor de periódicos, apostado al borde de la acera,
se reía de él con descaro. Eddy sonrió y lo saludó con una mano para disimular
su incomodidad, se acomodó la ropa y salió de aquel lugar en busca de su auto,
renqueando un poco por el dolor en el culo.
Al
llegar al lugar donde había aparcado, encontró otro vehículo estacionado en él.
Leroy se había ido y con seguridad, estaría enfadado por su nuevo desplante.
—Maldita
sea —bramó, antes de tomar la vía hacia una estación del Metro.
Continuará... CAPÍTULO 11.
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