Eddy
se había sentado en el borde de una otomana con los codos apoyados en las
rodillas. De esa manera podía hundir su cabeza trastornada entre las manos,
apretándola con fuerza, para ver si así exprimía la sobrecarga de idiotez que
ese día lo había invadido.
—No
es solo hoy, amigo. Estás mal. Llevas mucho tiempo mal —enfatizó Leroy,
terminando de guardar su cámara fotográfica.
—Déjame
en paz —gruñó sin darle la cara.
—A
menos, ve a ayudar a Milton. ¡Calma a tu hija!
—¡Están
encerrados en su habitación! April no querrá que los interrumpa.
Leroy
sonrió con poca gracia.
—April
no querrá verte nunca más.
—¿Vas
a seguir metiendo el dedo en la llaga? —reclamó poniéndose de pie—. Ya sé que
la cagué de nuevo con mi hija…
—¡Siempre
la cagas! —lo interrumpió, observándolo con enfado. Se colgó la mochila al
hombro y respiró hondo antes de continuar—. Lamento si te duele lo que voy a
decirte, pero quien mete a diario el dedo en la llaga eres tú. ¿Cómo es posible
que no puedas controlarte frente a una mujer? ¿No te das cuenta? ¡Estás
enfermo! —Eddy gruñó y se pasó las manos por los cabellos demostrando
desesperación—. Es divino cuando se tiene sexo por placer y sin compromisos,
pero es un problema cuando eso comienza a afectar tu vida familiar y tu
trabajo. Pareciera que las mujeres te controlan y te llevan a donde quieren,
quitándote autonomía —reclamó, molesto—. Ayer perdiste el control varias veces
en la discoteca, pero más aún cuando estuvimos en el estacionamiento. ¡Me
dejaste solo! Pude haber perdido la vida y no estuviste cerca para ayudarme a
escapar. ¡Te dejaste seducir por un par de tetas!
Eddy
apretó la mandíbula y miró a su amigo con enfado y arrepentimiento, recordando
a la mujer de los ojos oscuros y severos.
—Ya
te pedí perdón por ese asunto.
—¿Y
hoy? —continuó alterado, forzándose a bajar la voz para que April no lo
escuchara. La chica había llegado de la calle hecha un mar de lágrimas, por la
vergüenza que le había hecho pasar su padre en la tienda de comestibles cuando
el gerente del establecimiento lo halló semidesnudo besuqueándose con una de
las empleadas escondido en el cuarto de limpieza.
—¡Solo
quise comprarle un helado! —masculló herido y lanzando una ojeada entristecida hacia
el pasillo de las habitaciones.
—¿Un
helado, imbécil? ¡Estamos a menos de cinco grados! ¿Quién carajo va a querer un
helado en esta temporada?
Eddy
alzó el rostro al techo y respiró hondo buscando el oxígeno que le hacía falta
para aclarar las ideas. Se sentía enfadado, dolido y avergonzado, había lastimado
una vez más a su hija, lacerándose a la vez a sí mismo. No podía entender cómo
era capaz de esfumar por completo las responsabilidades de su mente cuando una
mujer bonita y seductora lo abordaba. ¿Sería eso un defecto de fábrica, o una
enfermedad cómo le vociferaba su amigo?
Milton
salió en ese momento de la habitación. Su rostro reflejaba cansancio e
irritación. Cuando Eddy recibió su mirada acusadora se sintió como un muchacho
bruto y torpe. Sin embargo, el chico no le reclamó. Metió las manos en los
bolsillos de su pantalón y se acercó a ellos en medio de un suspiro.
—¿Se
van?
—Sí
—respondió Leroy. Eddy estaba demasiado avergonzado para hablar—. Lo siento.
Avísame cuándo pueda venir a terminar de editar las fotos que irán en el artículo.
Milton
asintió con cansancio.
—Quizás,
mañana. Te llamaré.
—Entonces,
mañana vendremos —pronunció finalmente Eddy.
—Leroy
y yo podemos hacerlo solos —dijo Milton, observándolo con fijeza, logrando que
su suegro bajara el rostro, avergonzado.
Eddy
sintió aquellas palabras como puñales que se le clavaron con fuerza en el
pecho, descuartizando a su corazón en cientos de pedazos. Era evidente que su
hija no quería saber nada de él y el chico le estaba sirviendo de portavoz.
Los
ojos se le llenaron de lágrimas, pero enseguida las secó parpadeando rápido y
asumiendo su habitual postura relajada. Una que, para todos los presentes, era
evidente que estaba siendo forzada.
—Cierto
—expresó en voz baja, antes de retirarse.
Leroy
le lanzó una mirada afligida, pero no hizo ningún comentario. Palmeó el hombro
de Milton como gesto de despedida antes de seguirlo.
En
la soledad de su casa, Eddy intentó crear con la bebida un oleaje salvaje que
se llevara a las profundidades todas sus frustraciones. Colocó discos viejos,
esos que le traían a la memoria esa vida joven, llena de sueños y aspiraciones,
que ya había perdido. Del tiempo cuando se quedaba dormido en medio de los
cantos de los amigos y entre los rasgueos de una guitarra. Cuando amanecía
sobre una arena suave, frente a la infinidad de un mundo que parecía nunca
terminar.
Por
un instante le hubiera gustado recorrer de nuevo esa época pasada, cuando los
brazos de una madre lo arrullaban con su calidez y las risas de sus hermanos le
daban ánimo para levantarse y seguir adelante. Un tiempo en el que se sabía
amado, antes de que la muerte y la separación lo dejaran solo, bajo la estricta
tutela paterna, siendo vigilado por quien nunca había querido saber algo de él.
Al
morir su madre, nadie quiso hacerse cargo de tres adolescentes de carácter
incontrolable. Cada uno fue llevado con un familiar distinto. A él, por ser el
mayor, le había tocado vivir con su padre, un militar retirado, tosco y poco
empático, ocupado mayormente en tener activo su negocio de envíos nacionales.
Con
largos tragos de whisky, Eddy pretendía ahogar el pasado, pero él se empeñaba
en aparecer en su mente, sobre todo, cuando sentía que el mundo se le venía
abajo, como una torre de naipes frente al viento. Lo asfixiaba con su rebeldía,
de la misma manera en que él se había manifestado contra de las rudas
directrices de su padre escapando a las Vegas con una chica a la que había
conocido en un concierto. Huyeron por varios meses, sobreviviendo de sobras y de
alcohol.
Al
regresar, no solo tenía una esposa, sino que una niña venía en camino. Su padre
no lo aceptó, mucho menos, le prestó apoyo. Así que decidió seguir adelante
solo, tropezando con todas las piedras que había en el camino y equivocando el
rumbo en varias ocasiones.
Siguió
hundido por un par de días en su borrachera de licor y recuerdos, pensando que
eso lo ayudaría a superar las amarguras, pero aquello parecía imposible.
Una
fría mañana despegó el rostro de la humedad de una almohada ajena, sintiendo un
dolor punzante en la cabeza. La vista la tenía nublada y la mente asfixiada por
un pitido molesto que le atormentaba los tímpanos.
—Maldita
sea —se quejó, con una voz rasposa y gruesa. Se llevó una mano al cuello
sintiendo irritada la garganta y dio un repaso a su alrededor.
Estaba
en una habitación desconocida, donde el calor era agobiante. Su cuerpo sudaba
como si estuviera dentro de un sauna, haciéndole más enfática la jaqueca.
Se
apoyó en sus manos para levantarse, dándose cuenta que estaba completamente
desnudo y su pene palpitaba, producto del sexo. Se quitó el preservativo e
intentó sentarse, pero el dolor de cabeza le provocaba náuseas y mareos. Se
restregó los ojos mientras sus pies se desenrollaban de la sábana, tropezando
con un cuerpo. Al dirigir la mirada hacia ese lugar, descubrió que se trataba
de un hombre. La impresión lo hizo retroceder chocando con otra persona. Esta
vez se trataba de una mujer de cabellos tintados de azul brillante.
—Mierda,
¿qué hice? —se quejó en susurros.
Bajó
de la cama buscando no despertar a sus acompañantes, a quienes no conocía y no
recordaba haber visto en su vida. Dando tumbos recogió su ropa y avanzó hacia
la puerta. Llegó desnudo al pasillo de un hotel que parecía barato por las
enormes manchas en la madera del piso y la pintura descorchada de las paredes,
y se cubrió el rostro con una mano al recibir los intensos rayos del sol que entraban
por una ventana.
Se
vistió lo más rápido que su resaca le permitía y, luego de vomitar en un matero
lleno de colillas de cigarros, se colocó los lentes de sol para tapar las
ojeras. Bajó las escaleras con pasos inseguros y tambaleantes, sentándose en el
bordillo de la acera. Sacó el móvil del bolsillo del pantalón y con dedos
temblorosos marcó el número de Leroy.
—Amigo,
por favor. Ayúdame —suplicó con voz entrecortada.
En
medio de un suspiro, Leroy fue en su rescate. Lo llevó a su casa y le preparó
un café bien cargado.
—¿Qué
estás haciendo con tu vida?
—No
sé —reveló Eddy con voz rasposa. Dio un trago al café y emitió un quejido de
desagrado ante su sabor amargo—. ¡Qué asco!
—Un
asco es en lo que has vuelto tu existencia. ¿Cuándo vas a parar?
—Me
duele la cabeza, Leroy.
—Y
a mí las pelotas por tener que levantarme de la cama tan temprano para buscarte
en sitios de mala muerte —reprochó molesto—. Visita a un especialista, amigo,
antes de que sea demasiado tarde.
—Yo
solo puedo controlarlo —dijo entre quejidos, y mientras se recostaba en el sofá
cerrando los ojos para no seguir maltratándose las pupilas con el brillo de la
luz.
Leroy
resopló disgustado y respiró hondo antes de hablarle.
—Steven
me llamó. La noticia que publicamos hace un par de días de la reunión de Carter
y del hijo de Patterson en una discoteca y del tiroteo final, levantó mucho
interés. Quiere que sigamos husmeando y supo que esta tarde habrá otro
encuentro entre ellos.
—¿En
serio? —preguntó sin darle la cara. Parecía dormitar, aunque Leroy sabía que lo
escuchaba con atención. No era la primera vez que se encontraban en una
situación como esa.
—Sí.
Ya tengo la dirección y Steven y yo trazamos una estrategia para acercarnos y
tomar las fotos que necesitamos.
—¿Ahora
haces planes con Steven y no conmigo? —reprochó.
—¿Y
qué mierda querías que hiciera? —se quejó—. Desde que dejamos la casa de tu
hija, hace dos días, desapareciste del mapa. Ni los mensajes que envié a tu
móvil pudiste responder. —Eddy comprimió el rostro en una mueca de desagrado,
pero el gesto le hizo palpitar la cabeza—. ¿Estarás conmigo?
—Sí
—bramó fastidiado y lo miró con fijeza, mostrándole unos ojos enrojecidos y
saturados de sufrimientos.
—Bien,
entonces, date un buen baño y bébete toda la jarra del café que te preparé
—exigió, poniéndose de pie—. Y llama a April. Es lo menos que puedes hacer por
tu hija embarazada —recomendó antes de dejarlo solo—. ¡Vengo en unas horas a
buscarte! —gritó mientras salía del departamento.
Eddy
volvió a recostar la cabeza en el mueble y cerró los ojos. El cerebro le
palpitaba con intensidad, impidiéndole pensar con claridad. No solo sentía
dolor, también miedo. Y, aunque no comprendía la fuente de ese último
sentimiento, se dejó llevar por él y no hacer algo diferente a exprimir su
resaca y prepararse para la nueva tarea que tenía esa tarde. Aún no se sentía
con el valor de enfrentarse a su hija y pedirle perdón.
Cumplir
con su trabajo había sido su norte todo esos años. Era lo único que podía hacer
bien y con lo que recibía alguna palabra reconfortante. Necesitaba saber que
algo marchaba por el camino correcto en su vida o todo se le vendría abajo.
Continuar... CAPÍTULO 8.
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