SÉ MI CHICA | Capítulo 7. ¿Qué hacemos contigo?



Eddy se había sentado en el borde de una otomana con los codos apoyados en las rodillas. De esa manera podía hundir su cabeza trastornada entre las manos, apretándola con fuerza, para ver si así exprimía la sobrecarga de idiotez que ese día lo había invadido.
—No es solo hoy, amigo. Estás mal. Llevas mucho tiempo mal —enfatizó Leroy, terminando de guardar su cámara fotográfica.
—Déjame en paz —gruñó sin darle la cara.
—A menos, ve a ayudar a Milton. ¡Calma a tu hija!
—¡Están encerrados en su habitación! April no querrá que los interrumpa.
Leroy sonrió con poca gracia.
—April no querrá verte nunca más.
—¿Vas a seguir metiendo el dedo en la llaga? —reclamó poniéndose de pie—. Ya sé que la cagué de nuevo con mi hija…
—¡Siempre la cagas! —lo interrumpió, observándolo con enfado. Se colgó la mochila al hombro y respiró hondo antes de continuar—. Lamento si te duele lo que voy a decirte, pero quien mete a diario el dedo en la llaga eres tú. ¿Cómo es posible que no puedas controlarte frente a una mujer? ¿No te das cuenta? ¡Estás enfermo! —Eddy gruñó y se pasó las manos por los cabellos demostrando desesperación—. Es divino cuando se tiene sexo por placer y sin compromisos, pero es un problema cuando eso comienza a afectar tu vida familiar y tu trabajo. Pareciera que las mujeres te controlan y te llevan a donde quieren, quitándote autonomía —reclamó, molesto—. Ayer perdiste el control varias veces en la discoteca, pero más aún cuando estuvimos en el estacionamiento. ¡Me dejaste solo! Pude haber perdido la vida y no estuviste cerca para ayudarme a escapar. ¡Te dejaste seducir por un par de tetas!
Eddy apretó la mandíbula y miró a su amigo con enfado y arrepentimiento, recordando a la mujer de los ojos oscuros y severos.
—Ya te pedí perdón por ese asunto.
—¿Y hoy? —continuó alterado, forzándose a bajar la voz para que April no lo escuchara. La chica había llegado de la calle hecha un mar de lágrimas, por la vergüenza que le había hecho pasar su padre en la tienda de comestibles cuando el gerente del establecimiento lo halló semidesnudo besuqueándose con una de las empleadas escondido en el cuarto de limpieza.
—¡Solo quise comprarle un helado! —masculló herido y lanzando una ojeada entristecida hacia el pasillo de las habitaciones.
—¿Un helado, imbécil? ¡Estamos a menos de cinco grados! ¿Quién carajo va a querer un helado en esta temporada?
Eddy alzó el rostro al techo y respiró hondo buscando el oxígeno que le hacía falta para aclarar las ideas. Se sentía enfadado, dolido y avergonzado, había lastimado una vez más a su hija, lacerándose a la vez a sí mismo. No podía entender cómo era capaz de esfumar por completo las responsabilidades de su mente cuando una mujer bonita y seductora lo abordaba. ¿Sería eso un defecto de fábrica, o una enfermedad cómo le vociferaba su amigo?
Milton salió en ese momento de la habitación. Su rostro reflejaba cansancio e irritación. Cuando Eddy recibió su mirada acusadora se sintió como un muchacho bruto y torpe. Sin embargo, el chico no le reclamó. Metió las manos en los bolsillos de su pantalón y se acercó a ellos en medio de un suspiro.
—¿Se van?
—Sí —respondió Leroy. Eddy estaba demasiado avergonzado para hablar—. Lo siento. Avísame cuándo pueda venir a terminar de editar las fotos que irán en el artículo.
Milton asintió con cansancio.
—Quizás, mañana. Te llamaré.
—Entonces, mañana vendremos —pronunció finalmente Eddy.
—Leroy y yo podemos hacerlo solos —dijo Milton, observándolo con fijeza, logrando que su suegro bajara el rostro, avergonzado.
Eddy sintió aquellas palabras como puñales que se le clavaron con fuerza en el pecho, descuartizando a su corazón en cientos de pedazos. Era evidente que su hija no quería saber nada de él y el chico le estaba sirviendo de portavoz.
Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero enseguida las secó parpadeando rápido y asumiendo su habitual postura relajada. Una que, para todos los presentes, era evidente que estaba siendo forzada.
—Cierto —expresó en voz baja, antes de retirarse.
Leroy le lanzó una mirada afligida, pero no hizo ningún comentario. Palmeó el hombro de Milton como gesto de despedida antes de seguirlo.
En la soledad de su casa, Eddy intentó crear con la bebida un oleaje salvaje que se llevara a las profundidades todas sus frustraciones. Colocó discos viejos, esos que le traían a la memoria esa vida joven, llena de sueños y aspiraciones, que ya había perdido. Del tiempo cuando se quedaba dormido en medio de los cantos de los amigos y entre los rasgueos de una guitarra. Cuando amanecía sobre una arena suave, frente a la infinidad de un mundo que parecía nunca terminar.
Por un instante le hubiera gustado recorrer de nuevo esa época pasada, cuando los brazos de una madre lo arrullaban con su calidez y las risas de sus hermanos le daban ánimo para levantarse y seguir adelante. Un tiempo en el que se sabía amado, antes de que la muerte y la separación lo dejaran solo, bajo la estricta tutela paterna, siendo vigilado por quien nunca había querido saber algo de él.
Al morir su madre, nadie quiso hacerse cargo de tres adolescentes de carácter incontrolable. Cada uno fue llevado con un familiar distinto. A él, por ser el mayor, le había tocado vivir con su padre, un militar retirado, tosco y poco empático, ocupado mayormente en tener activo su negocio de envíos nacionales.
Con largos tragos de whisky, Eddy pretendía ahogar el pasado, pero él se empeñaba en aparecer en su mente, sobre todo, cuando sentía que el mundo se le venía abajo, como una torre de naipes frente al viento. Lo asfixiaba con su rebeldía, de la misma manera en que él se había manifestado contra de las rudas directrices de su padre escapando a las Vegas con una chica a la que había conocido en un concierto. Huyeron por varios meses, sobreviviendo de sobras y de alcohol.
Al regresar, no solo tenía una esposa, sino que una niña venía en camino. Su padre no lo aceptó, mucho menos, le prestó apoyo. Así que decidió seguir adelante solo, tropezando con todas las piedras que había en el camino y equivocando el rumbo en varias ocasiones.
Siguió hundido por un par de días en su borrachera de licor y recuerdos, pensando que eso lo ayudaría a superar las amarguras, pero aquello parecía imposible.
Una fría mañana despegó el rostro de la humedad de una almohada ajena, sintiendo un dolor punzante en la cabeza. La vista la tenía nublada y la mente asfixiada por un pitido molesto que le atormentaba los tímpanos.
—Maldita sea —se quejó, con una voz rasposa y gruesa. Se llevó una mano al cuello sintiendo irritada la garganta y dio un repaso a su alrededor.
Estaba en una habitación desconocida, donde el calor era agobiante. Su cuerpo sudaba como si estuviera dentro de un sauna, haciéndole más enfática la jaqueca.
Se apoyó en sus manos para levantarse, dándose cuenta que estaba completamente desnudo y su pene palpitaba, producto del sexo. Se quitó el preservativo e intentó sentarse, pero el dolor de cabeza le provocaba náuseas y mareos. Se restregó los ojos mientras sus pies se desenrollaban de la sábana, tropezando con un cuerpo. Al dirigir la mirada hacia ese lugar, descubrió que se trataba de un hombre. La impresión lo hizo retroceder chocando con otra persona. Esta vez se trataba de una mujer de cabellos tintados de azul brillante.
—Mierda, ¿qué hice? —se quejó en susurros.
Bajó de la cama buscando no despertar a sus acompañantes, a quienes no conocía y no recordaba haber visto en su vida. Dando tumbos recogió su ropa y avanzó hacia la puerta. Llegó desnudo al pasillo de un hotel que parecía barato por las enormes manchas en la madera del piso y la pintura descorchada de las paredes, y se cubrió el rostro con una mano al recibir los intensos rayos del sol que entraban por una ventana.
Se vistió lo más rápido que su resaca le permitía y, luego de vomitar en un matero lleno de colillas de cigarros, se colocó los lentes de sol para tapar las ojeras. Bajó las escaleras con pasos inseguros y tambaleantes, sentándose en el bordillo de la acera. Sacó el móvil del bolsillo del pantalón y con dedos temblorosos marcó el número de Leroy.
—Amigo, por favor. Ayúdame —suplicó con voz entrecortada.
En medio de un suspiro, Leroy fue en su rescate. Lo llevó a su casa y le preparó un café bien cargado.
—¿Qué estás haciendo con tu vida?
—No sé —reveló Eddy con voz rasposa. Dio un trago al café y emitió un quejido de desagrado ante su sabor amargo—. ¡Qué asco!
—Un asco es en lo que has vuelto tu existencia. ¿Cuándo vas a parar?
—Me duele la cabeza, Leroy.
—Y a mí las pelotas por tener que levantarme de la cama tan temprano para buscarte en sitios de mala muerte —reprochó molesto—. Visita a un especialista, amigo, antes de que sea demasiado tarde.
—Yo solo puedo controlarlo —dijo entre quejidos, y mientras se recostaba en el sofá cerrando los ojos para no seguir maltratándose las pupilas con el brillo de la luz.
Leroy resopló disgustado y respiró hondo antes de hablarle.
—Steven me llamó. La noticia que publicamos hace un par de días de la reunión de Carter y del hijo de Patterson en una discoteca y del tiroteo final, levantó mucho interés. Quiere que sigamos husmeando y supo que esta tarde habrá otro encuentro entre ellos.
—¿En serio? —preguntó sin darle la cara. Parecía dormitar, aunque Leroy sabía que lo escuchaba con atención. No era la primera vez que se encontraban en una situación como esa.
—Sí. Ya tengo la dirección y Steven y yo trazamos una estrategia para acercarnos y tomar las fotos que necesitamos.
—¿Ahora haces planes con Steven y no conmigo? —reprochó.
—¿Y qué mierda querías que hiciera? —se quejó—. Desde que dejamos la casa de tu hija, hace dos días, desapareciste del mapa. Ni los mensajes que envié a tu móvil pudiste responder. —Eddy comprimió el rostro en una mueca de desagrado, pero el gesto le hizo palpitar la cabeza—. ¿Estarás conmigo?
—Sí —bramó fastidiado y lo miró con fijeza, mostrándole unos ojos enrojecidos y saturados de sufrimientos.
—Bien, entonces, date un buen baño y bébete toda la jarra del café que te preparé —exigió, poniéndose de pie—. Y llama a April. Es lo menos que puedes hacer por tu hija embarazada —recomendó antes de dejarlo solo—. ¡Vengo en unas horas a buscarte! —gritó mientras salía del departamento.
Eddy volvió a recostar la cabeza en el mueble y cerró los ojos. El cerebro le palpitaba con intensidad, impidiéndole pensar con claridad. No solo sentía dolor, también miedo. Y, aunque no comprendía la fuente de ese último sentimiento, se dejó llevar por él y no hacer algo diferente a exprimir su resaca y prepararse para la nueva tarea que tenía esa tarde. Aún no se sentía con el valor de enfrentarse a su hija y pedirle perdón.
Cumplir con su trabajo había sido su norte todo esos años. Era lo único que podía hacer bien y con lo que recibía alguna palabra reconfortante. Necesitaba saber que algo marchaba por el camino correcto en su vida o todo se le vendría abajo.



Continuar... CAPÍTULO 8.



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